Fue llevado ante la persona de nuestro príncipe y se le preguntó cuál era el nombre de la isla, qué gente la habitaba y quién era su gobernador. Contestó que se llamaba Icaria, y que todos sus reyes se llamaban Ícaro, en honor al primer rey, hijo de Dédalo rey de Escocia.
Dédalo había conquistado la isla y abandona a su hijo allí como rey, y les había dado las leyes que aún seguían vigentes. Más tarde cuando se decidía a proseguir su camino, se ahogó en el curso de una gran tempestad. En su honor aquel mar recibió el nombre de Mar de Icaria, y los reyes de la isla fueron llamados Ícaro.
Estaban satisfechos con el estado que Dios les había dado, y no tenían intención de modificar sus leyes ni admitir a ningún extranjero. Así pues le pidieron a nuestro príncipe que no intentase entrometerse en sus leyes, que les había legado aquel rey inolvidable, y cuya observancia había continuado hasta el presente; si lo intentaba, estaría buscándose su propia destrucción, pues todos ellos preferían morir, antes que faltar al cumplimiento de sus leyes. No obstante para que no creyésemos que rechazaran relacionarse con otros hombres finalmente se mostraron dispuestos a recibir a uno de los nuestros y a darle una posición honorable entre ellos, aunque sólo fuese por aprender nuestro idioma y obtener información sobre nuestras costumbres, del mismo modo que habían hecho con aquellos otros diez hombres de diez países diferentes que habían llegado a su isla.
Nuestro príncipe se limitó a preguntar dónde había un buen puerto y a hacer señas de que se disponía a partir. Costeando la isla, arribó con todos sus barcos con las velas desplegadas, a un puerto que encontró en la parte oriental. Los marineros desembarcaron para buscar leña y agua, haciéndolo con tanta rapidez como les fue posible por miedo a ser atacados por los isleños, y no sin razón, pues los habitantes de la isla hacían señales a sus vecinos con fuego y humo. Cuando estos hubieron acudido en su ayuda, ellos cogieron sus armas y todos corrieron hasta su orilla, donde se encontraban nuestros hombres, con arcos y flechas; varios resultaron heridos y muchos perdieron la vida. Aunque les hacíamos señas de paz, no servían de nada, pues su ira aumentaba por momentos, como si estuviesen luchando por su propia supervivencia.
CONTINUARÁ...